
He salido a fumar un cigarrito por la calle que nos trae hasta casa, sintiendo las hojas de los árboles bajo mis botas y la lluvia sobre mi paraguas, y, tras recordar la entrada de Lenka sobre cómo estamos, me he sorprendido preguntándome qué es para mí la felicidad.
Me he contestado que yo me siento feliz cuando no tengo que preocuparme de la salud de ninguna de las personas a las que amo, y que a partir de ahí lo más cotidiano y sencillo paso a catalogarlo como felicidad, y me doy cuenta que cuando me pongo a buscar situaciones en las que me siento feliz me encuentro con mis ratos más cotidianos:
Despertar atada a sus piernas, besarlo y volverlo a besar. Ponerme el pijama, desayunar solos frente al mar y sin que haga falta hablar, y despedirnos con un beso sin palabras pero que lo dice todo, incluso lo dormidos que seguimos estando.
Lavarme los dientes con la pasta de menta y bicarbonato que hace la hija de Arantxa, ducharme viendo los árboles y untarme de crema hasta las orejas. Pintarme una raya marrón, verde, o azul en los párpados, según el día y la camiseta, peinar y estirar mis pestañas con gel, vestirme, mirarme al espejo y…gustarme.
Abrir las persianas, poner albornoces, besos y desayunos, ayudarles a despertar, a vestirse, a bajar al cole, besarlos y volverlos a besar y salir a trabajar, recordando que a la ex de mi chico le haya salido un curro tan fascinante, con un jefe tan maravilloso, que de repente ha caído en la cuenta de que los niños como mejor están es… con su padre… ¡juhuuuu!
Mi actual trabajo me gusta mucho (además tengo el privilegio de poder partir jornada y sueldo a la mitad casi todo el año) me permite conocer a un montón de personas catalogadas por la administración como “colectivos”, pero que casi siempre pasan a formar parte de mi patrimonio personal. Aunque a veces piense que ya he conocido a medio mundo, no pasa un solo día de mi vida que no vuelva a casa sorprendida por algo que haya visto, o hayan dicho delante de mí.
La última semana me encontré con una mariscadora que arando la bajamar escuchaba “Los pescadores de perlas” de Bizet en su mp3, y con unas agricultoras, y amas de casa rurales, de más de sesenta años, que cultivan mariguana, como otras cultivan orquídeas. Mujeres que han aprendido a descreer que sean los hijos y los nietos los productores en exclusiva de su felicidad, y que muestran orgullosas el minucioso plan de viabilidad de su futura cooperativa, que dedicarán a la elaboración de empanadas de algas. Mujeres que ríen, cómplices de risa floja, de lo poco que en ellas creen los demás.
Una de las cosas que mas me gusta, y no tengo ni idea de por qué, es comer sola en cualquier bar de cualquier pueblo de mar y conducir de vuelta a casa escuchando mi música a todo volumen. También me gusta que mis tres y media me den delante de la puerta del colegio. O que si se me hace más tarde, saber que los niños han subido de casa en casa, de vecino en vecino, y tener que preguntar, puerta por puerta, en donde están.
Me encanta verlos llegar hacia mí, con el retrato de lo que ha sido su día dibujado a trazos en ojos y bocas. Con sus palabras atropelladas y negociando conmigo sus planes con sus amigos, y con sus otros padres.
Entrar en casa y que huela a leña porque Rosina , la viejita de enfrente , haya entrado a encender la chimenea y a husmear por “la interné” a ver si tiene correo del hijo que ahora vive en Canadá .
Me encanta tirarme en el sofá mientras cada niño se dedica también a su soledad.
Me emociono como una adolescente cuando escucho a Laika, la perra del panadero, ladrando las cinco y diez y el regreso de mi chico. El sonido de sus pasos y los gritos de ¡papá, papá, ya viene papá! son la mejor manera de empezar cualquier tarde.
Y a partir de aquí todo sería una lista de “me encanta”, así que allá voy:
Los abrazos, los besos, las cosquillas y que quepamos todos en el sofá.
Que la tarde se estire hasta la noche con esa sensación de hogar.
El trasiego de vecinos, amigos y de los otros papás de nuestros niños, entrando y saliendo sin llamar.
Los deberes, los juegos, los paseos, las salidas por castañas, setas, y ahora musgo, para poner a pie del árbol de Navidad.
El río, la playa, la ciudad.
La cadena de lavado, secado y encremado que montamos en la ducha, y las respuestas fijas a la pregunta ¿qué queremos cenar? Y el baile en el que desde ese momento se converte el acto de preparar la cena.
Vivir a las afueras de un hermoso pueblo frente a una hermosa ciudad y ver como el sol es tragado cada noche por el mar.
Las fundas nórdicas dobladas desde la mañana a los pies de las camas, y estirarlas cuando nos vamos a acostar.
Limpiar los baños por las noches, y que cada uno escoja la ropa que va a usar el día siguiente y prepare sus mochilas y carteras.
Nuestra minimalista casa y lo poca guerra que da para limpiar.
La huerta, cultivada por Andrés, el mejor narrador de historias de miedo para niños del mundo mundial.
Las alfombras llenas de juguetes, la nevera llena de dibujos, las mesas llenas de pinturas, los sofás llenos de niños.
También me gustan las tardes y las noches que los niños se van con sus respectivos papás y nos dedicamos, casi en exclusiva, a ser pareja de “hecho y lecho”.
Me gusta meterme dentro de su abrigo y besarnos sin prisa, oler su cuello, y verme en sus ojos.
Pasear muy abrazados dejándonos llevar por el primer camino que encontremos.
Incluso me hace feliz poder gritar como una loca cuando me cabreo tanto con él y saber que nada en nuestro mundo ha hecho crack.
Suelo dormir por tiempos, en cualquier parte, da igual que sea silla, cama, coche, o sofá, y que esté la casa llena, o a la mitad, cuando estoy quieta de noche y alguien se pone a hablar caigo como una piedra. Así que siempre me lavo y me pongo el pijama en cuanto los niños se van a la cama, esté quien esté en casa. Irme despacio, en medio de una conversación, cuanto más interesante mejor, me resulta de lo más placentero. Aunque muchas personas lo sepan, lo rían incluso, pero muy pocas lo entiendan. “ Ay no os vayáis por favor que estaba a punto de quedarme dormida” eso digo y… esa soy yo en busca de la felicidad que cierra mis días.
Cuando me voy a la cama me quito el pijama y enciendo las estrellas, y entonces suelo estar un buen rato despierta, leyendo, hablando, amando, hasta que todo vuelve a comenzar.
Despertar atada a sus piernas, besarlo y volverlo a besar. Ponerme el pijama, desayunar solos frente al mar y sin que haga falta hablar, y despedirnos con un beso sin palabras pero que lo dice todo, incluso lo dormidos que seguimos estando.
Lavarme los dientes con la pasta de menta y bicarbonato que hace la hija de Arantxa, ducharme viendo los árboles y untarme de crema hasta las orejas. Pintarme una raya marrón, verde, o azul en los párpados, según el día y la camiseta, peinar y estirar mis pestañas con gel, vestirme, mirarme al espejo y…gustarme.
Abrir las persianas, poner albornoces, besos y desayunos, ayudarles a despertar, a vestirse, a bajar al cole, besarlos y volverlos a besar y salir a trabajar, recordando que a la ex de mi chico le haya salido un curro tan fascinante, con un jefe tan maravilloso, que de repente ha caído en la cuenta de que los niños como mejor están es… con su padre… ¡juhuuuu!
Mi actual trabajo me gusta mucho (además tengo el privilegio de poder partir jornada y sueldo a la mitad casi todo el año) me permite conocer a un montón de personas catalogadas por la administración como “colectivos”, pero que casi siempre pasan a formar parte de mi patrimonio personal. Aunque a veces piense que ya he conocido a medio mundo, no pasa un solo día de mi vida que no vuelva a casa sorprendida por algo que haya visto, o hayan dicho delante de mí.
La última semana me encontré con una mariscadora que arando la bajamar escuchaba “Los pescadores de perlas” de Bizet en su mp3, y con unas agricultoras, y amas de casa rurales, de más de sesenta años, que cultivan mariguana, como otras cultivan orquídeas. Mujeres que han aprendido a descreer que sean los hijos y los nietos los productores en exclusiva de su felicidad, y que muestran orgullosas el minucioso plan de viabilidad de su futura cooperativa, que dedicarán a la elaboración de empanadas de algas. Mujeres que ríen, cómplices de risa floja, de lo poco que en ellas creen los demás.
Una de las cosas que mas me gusta, y no tengo ni idea de por qué, es comer sola en cualquier bar de cualquier pueblo de mar y conducir de vuelta a casa escuchando mi música a todo volumen. También me gusta que mis tres y media me den delante de la puerta del colegio. O que si se me hace más tarde, saber que los niños han subido de casa en casa, de vecino en vecino, y tener que preguntar, puerta por puerta, en donde están.
Me encanta verlos llegar hacia mí, con el retrato de lo que ha sido su día dibujado a trazos en ojos y bocas. Con sus palabras atropelladas y negociando conmigo sus planes con sus amigos, y con sus otros padres.
Entrar en casa y que huela a leña porque Rosina , la viejita de enfrente , haya entrado a encender la chimenea y a husmear por “la interné” a ver si tiene correo del hijo que ahora vive en Canadá .
Me encanta tirarme en el sofá mientras cada niño se dedica también a su soledad.
Me emociono como una adolescente cuando escucho a Laika, la perra del panadero, ladrando las cinco y diez y el regreso de mi chico. El sonido de sus pasos y los gritos de ¡papá, papá, ya viene papá! son la mejor manera de empezar cualquier tarde.
Y a partir de aquí todo sería una lista de “me encanta”, así que allá voy:
Los abrazos, los besos, las cosquillas y que quepamos todos en el sofá.
Que la tarde se estire hasta la noche con esa sensación de hogar.
El trasiego de vecinos, amigos y de los otros papás de nuestros niños, entrando y saliendo sin llamar.
Los deberes, los juegos, los paseos, las salidas por castañas, setas, y ahora musgo, para poner a pie del árbol de Navidad.
El río, la playa, la ciudad.
La cadena de lavado, secado y encremado que montamos en la ducha, y las respuestas fijas a la pregunta ¿qué queremos cenar? Y el baile en el que desde ese momento se converte el acto de preparar la cena.
Vivir a las afueras de un hermoso pueblo frente a una hermosa ciudad y ver como el sol es tragado cada noche por el mar.
Las fundas nórdicas dobladas desde la mañana a los pies de las camas, y estirarlas cuando nos vamos a acostar.
Limpiar los baños por las noches, y que cada uno escoja la ropa que va a usar el día siguiente y prepare sus mochilas y carteras.
Nuestra minimalista casa y lo poca guerra que da para limpiar.
La huerta, cultivada por Andrés, el mejor narrador de historias de miedo para niños del mundo mundial.
Las alfombras llenas de juguetes, la nevera llena de dibujos, las mesas llenas de pinturas, los sofás llenos de niños.
También me gustan las tardes y las noches que los niños se van con sus respectivos papás y nos dedicamos, casi en exclusiva, a ser pareja de “hecho y lecho”.
Me gusta meterme dentro de su abrigo y besarnos sin prisa, oler su cuello, y verme en sus ojos.
Pasear muy abrazados dejándonos llevar por el primer camino que encontremos.
Incluso me hace feliz poder gritar como una loca cuando me cabreo tanto con él y saber que nada en nuestro mundo ha hecho crack.
Suelo dormir por tiempos, en cualquier parte, da igual que sea silla, cama, coche, o sofá, y que esté la casa llena, o a la mitad, cuando estoy quieta de noche y alguien se pone a hablar caigo como una piedra. Así que siempre me lavo y me pongo el pijama en cuanto los niños se van a la cama, esté quien esté en casa. Irme despacio, en medio de una conversación, cuanto más interesante mejor, me resulta de lo más placentero. Aunque muchas personas lo sepan, lo rían incluso, pero muy pocas lo entiendan. “ Ay no os vayáis por favor que estaba a punto de quedarme dormida” eso digo y… esa soy yo en busca de la felicidad que cierra mis días.
Cuando me voy a la cama me quito el pijama y enciendo las estrellas, y entonces suelo estar un buen rato despierta, leyendo, hablando, amando, hasta que todo vuelve a comenzar.
Así estoy yo, Lenka. Gracias por preguntar.