viernes, 28 de noviembre de 2008


He salido a fumar un cigarrito por la calle que nos trae hasta casa, sintiendo las hojas de los árboles bajo mis botas y la lluvia sobre mi paraguas, y, tras recordar la entrada de Lenka sobre cómo estamos, me he sorprendido preguntándome qué es para mí la felicidad.

Me he contestado que yo me siento feliz cuando no tengo que preocuparme de la salud de ninguna de las personas a las que amo, y que a partir de ahí lo más cotidiano y sencillo paso a catalogarlo como felicidad, y me doy cuenta que cuando me pongo a buscar situaciones en las que me siento feliz me encuentro con mis ratos más cotidianos:

Despertar atada a sus piernas, besarlo y volverlo a besar. Ponerme el pijama, desayunar solos frente al mar y sin que haga falta hablar, y despedirnos con un beso sin palabras pero que lo dice todo, incluso lo dormidos que seguimos estando.
Lavarme los dientes con la pasta de menta y bicarbonato que hace la hija de Arantxa, ducharme viendo los árboles y untarme de crema hasta las orejas. Pintarme una raya marrón, verde, o azul en los párpados, según el día y la camiseta, peinar y estirar mis pestañas con gel, vestirme, mirarme al espejo y…gustarme.
Abrir las persianas, poner albornoces, besos y desayunos, ayudarles a despertar, a vestirse, a bajar al cole, besarlos y volverlos a besar y salir a trabajar, recordando que a la ex de mi chico le haya salido un curro tan fascinante, con un jefe tan maravilloso, que de repente ha caído en la cuenta de que los niños como mejor están es… con su padre… ¡juhuuuu!

Mi actual trabajo me gusta mucho (además tengo el privilegio de poder partir jornada y sueldo a la mitad casi todo el año) me permite conocer a un montón de personas catalogadas por la administración como “colectivos”, pero que casi siempre pasan a formar parte de mi patrimonio personal. Aunque a veces piense que ya he conocido a medio mundo, no pasa un solo día de mi vida que no vuelva a casa sorprendida por algo que haya visto, o hayan dicho delante de mí.
La última semana me encontré con una mariscadora que arando la bajamar escuchaba “Los pescadores de perlas” de Bizet en su mp3, y con unas agricultoras, y amas de casa rurales, de más de sesenta años, que cultivan mariguana, como otras cultivan orquídeas. Mujeres que han aprendido a descreer que sean los hijos y los nietos los productores en exclusiva de su felicidad, y que muestran orgullosas el minucioso plan de viabilidad de su futura cooperativa, que dedicarán a la elaboración de empanadas de algas. Mujeres que ríen, cómplices de risa floja, de lo poco que en ellas creen los demás.

Una de las cosas que mas me gusta, y no tengo ni idea de por qué, es comer sola en cualquier bar de cualquier pueblo de mar y conducir de vuelta a casa escuchando mi música a todo volumen. También me gusta que mis tres y media me den delante de la puerta del colegio. O que si se me hace más tarde, saber que los niños han subido de casa en casa, de vecino en vecino, y tener que preguntar, puerta por puerta, en donde están.
Me encanta verlos llegar hacia mí, con el retrato de lo que ha sido su día dibujado a trazos en ojos y bocas. Con sus palabras atropelladas y negociando conmigo sus planes con sus amigos, y con sus otros padres.
Entrar en casa y que huela a leña porque Rosina , la viejita de enfrente , haya entrado a encender la chimenea y a husmear por “la interné” a ver si tiene correo del hijo que ahora vive en Canadá .
Me encanta tirarme en el sofá mientras cada niño se dedica también a su soledad.
Me emociono como una adolescente cuando escucho a Laika, la perra del panadero, ladrando las cinco y diez y el regreso de mi chico. El sonido de sus pasos y los gritos de ¡papá, papá, ya viene papá! son la mejor manera de empezar cualquier tarde.
Y a partir de aquí todo sería una lista de “me encanta”, así que allá voy:

Los abrazos, los besos, las cosquillas y que quepamos todos en el sofá.
Que la tarde se estire hasta la noche con esa sensación de hogar.
El trasiego de vecinos, amigos y de los otros papás de nuestros niños, entrando y saliendo sin llamar.
Los deberes, los juegos, los paseos, las salidas por castañas, setas, y ahora musgo, para poner a pie del árbol de Navidad.
El río, la playa, la ciudad.
La cadena de lavado, secado y encremado que montamos en la ducha, y las respuestas fijas a la pregunta ¿qué queremos cenar? Y el baile en el que desde ese momento se converte el acto de preparar la cena.
Vivir a las afueras de un hermoso pueblo frente a una hermosa ciudad y ver como el sol es tragado cada noche por el mar.
Las fundas nórdicas dobladas desde la mañana a los pies de las camas, y estirarlas cuando nos vamos a acostar.
Limpiar los baños por las noches, y que cada uno escoja la ropa que va a usar el día siguiente y prepare sus mochilas y carteras.
Nuestra minimalista casa y lo poca guerra que da para limpiar.
La huerta, cultivada por Andrés, el mejor narrador de historias de miedo para niños del mundo mundial.
Las alfombras llenas de juguetes, la nevera llena de dibujos, las mesas llenas de pinturas, los sofás llenos de niños.
También me gustan las tardes y las noches que los niños se van con sus respectivos papás y nos dedicamos, casi en exclusiva, a ser pareja de “hecho y lecho”.
Me gusta meterme dentro de su abrigo y besarnos sin prisa, oler su cuello, y verme en sus ojos.
Pasear muy abrazados dejándonos llevar por el primer camino que encontremos.
Incluso me hace feliz poder gritar como una loca cuando me cabreo tanto con él y saber que nada en nuestro mundo ha hecho crack.
Suelo dormir por tiempos, en cualquier parte, da igual que sea silla, cama, coche, o sofá, y que esté la casa llena, o a la mitad, cuando estoy quieta de noche y alguien se pone a hablar caigo como una piedra. Así que siempre me lavo y me pongo el pijama en cuanto los niños se van a la cama, esté quien esté en casa. Irme despacio, en medio de una conversación, cuanto más interesante mejor, me resulta de lo más placentero. Aunque muchas personas lo sepan, lo rían incluso, pero muy pocas lo entiendan. “ Ay no os vayáis por favor que estaba a punto de quedarme dormida” eso digo y… esa soy yo en busca de la felicidad que cierra mis días.
Cuando me voy a la cama me quito el pijama y enciendo las estrellas, y entonces suelo estar un buen rato despierta, leyendo, hablando, amando, hasta que todo vuelve a comenzar.

Así estoy yo, Lenka. Gracias por preguntar.


sábado, 8 de noviembre de 2008

El regalo de Manuel




-¡Percebeira!, así me llama Antonio, un viejo lobo de mar que conocí el primer año de caer por estas tierras, cuando yo era más cabra y más alcohólica, y creía poder hacer lo mismo que los percebeiros da costa da Morte.
- Vengo a verte, para ver si puedes ayudar a un amigo mío, ahora que estás na Xunta, é que eres unha autoridade.
Risas, carcajadas, abrazos y besos, por la alegría que experimento cada vez que veo aquellos ojos oceánicos desde donde asoman todas sus mareas en perfecto equilibrio. De la bajamar a la pleamar como del dolor al gozo. La sabiduría en estado puro atrapada en un ser capaz de asumir todos sus estados intermareales. Por ello, y por la gracia que me hace que él siga confundiendo cualquier despacho con la Xunta, y a cualquier empleaducha, como yo, con una autoridad me conmuevo solo de evocarlo.
-Es un gran amigo, tiene un problema muy gordo y va a venir a verte.
Como había llegado a la una del mediodía me fui con él a comer “a una hora decente” a una taberna del casco viejo, donde todavía hacen caldeiradas del pincho, frente a un bar de putas, en el que lo dejé a las cuatro y media de la tarde cuando a mí me llegó la hora de ir a buscar a mi niño y a él de echar la siesta.
–Me gusta abotargarme entre los pechos de una dama mientras esta me acaricia, pero si no hay damas que haya… señoritas.
Allí lo dejé sonriente y cariñoso, en un viejo y tenebroso bareto de cortinas y luces rojas, buscando la dulzura de unas tetas donde dormitar la caldeirada, antes de volver a la estación a coger el autobús que le devuelva a la soledad de su casa.
Antonio daría para otra entrada y para un libro entero, como Manuela, mi madre adoptiva, con la que me encontré a los veintitrés años frente al mismo mar que había encontrado a este viejo marinero.

Dos semanas después de esta visita llamó a mi puerta Elena, una funcionaria de esas que no saben tratar con nadie, pero que es tremendamente exquisita en las maneras.
- Hay un señor en el pasillo que dice que viene de parte de Antonio el bicho – soltó haciendo un gesto tal, que parecía como si el bicho fuese a picarla.
- Ah, muy bien, ya voy. - dije levantándome de la silla. A Elena le molestaba increíblemente que me levantase a recibir a mis visitas al pasillo, le parecía que educaba mal a esas desagradables personas que ella tenía que soportar en las esperas.

Al final del pasillo junto a la frontera que supone la mesa de Elena para nuestras visitas, la elegancia de un hombre de unos setenta y muchos años se estrelló contra mis expectativas. No sabía que las tuviese, ni que hubiesen hecho ningún retrato, pero no imaginaba a un caballero así como amigo de Antonio. Hacía muchos años que no veía a un hombre de una elegancia casi poética. No era muy alto pero era de porte erguido y esbelto. Vestía un abrigo de paño gris y un traje príncipe de Gales que parecían que hubiesen nacido en su percha. Me llamó mucho la atención lo bien que le quedaban las camisa y la corbata negras En la mano sujetaba un elegante sombrero de fieltro. Olía muy extraño, por lo femenino que resultaba, pero muy rico.
- Hola, supongo que usted es Don Manuel.
- Efectivamente señorita, yo soy el amigo de esa gran persona que es Antonio.
- Pues encantada de conocerle.
Al entrar en mi despacho y verle a él a punto de escapársele un gesto de repulsa que contuvo con disimulo, me di cuenta que olía a tabaco que apestaba. Le pedí disculpas y abrí la ventana. Era noviembre, y aunque el aire era húmedo y frío, el olor a mar entrando por la ventana ayudó a que me situase en el mundo de Antonio y Manuel, preguntándome qué tendrían los dos en común. Yo, aparentemente, tampoco tenía nada en común con el viejo marinero y sin embargo somos muy amigos.
Después de cinco minutos de situarnos los dos como satélites coincidentes en la órbita de Antonio, caí en la cuenta de quien era él: El farmacéutico al qué nunca había conocido pero que me había curado el eccema que me salió en la frente cuando llegué a esta tierra. Antonio no me había dicho quien era, para que él se sintiese libre de venir o no venir, solo me había dicho que se llamaba Manuel y que antes de morir quería arreglar sus asuntos y necesitaría de mi ayuda.
Yo ni me había preguntado qué podría hacer por él, porque no tenía la menor duda de que si Antonio me había elegido a mí, a pesar de no enterarse jamás de cual es mi trabajo desde que dejé la enseñanza, algo tendría yo que pudiese ser útil para su amigo.

Don Manuel, el farmacéutico, sentado frente a mi, bañado por las diminutas motas de polvo que mostraba los rayos de sol de aquella mañana de otoño, comenzó a narrar el porqué de su visita:

- Mire, hija, si Antonio dice que usted es la persona más indicada yo no albergo ninguna duda, ninguna, sólo siento pudor, pero tendré que sujetarlo. -dijo con una voz muy suave y con la mirada perdida, posada aquí y allá pero sin fijarla en ningún lugar.

- Moriré pronto, tengo metástasis por todas partes, la próstata, sabe usted… Nadie puede decir cuanto me queda, pero no quiero irme sin resolver mis asuntos.
De pronto su ojos buscaron los míos e implorantes dijeron:
- No sé por donde empezar…
- Pues por donde usted quiera, don Manuel, no tenemos ninguna prisa. - Le dije repanchingándome en mi silla, sonriendo con la dulzura que proporciona la certeza de saber que ese hombre iba a entregarme un gran regalo.
Y entonces el hombre se desbordó:
- Llevo casado con mi esposa desde los veintiseis años. Me casé tarde para la época, pero es que había estado enamorado de su hermana desde los quince años. Cuando mi novia se murió cometí el error más grande de mi vida queriendo encontrar consuelo en aquella casa, en aquella familia, pero es que necesitaba, de algún modo, seguir prendido en ella. Su habitación seguía intacta, la locura de su madre se alío con la mía, conservando sin mancillar su ropa, sus perfumes, sus tarros de cremas, sus libros…y mis sueños de joven enamorado. Allí seguía su presencia como en ningún otro lugar de la tierra. Si cerraba lo ojos podías sentirla...- me contaba mientras los cerraba, pero en un segundo volvió a abrirlos y continuó relatando:

- Nos casamos con el beneplácito de las dos familias en cuanto mi madre me puso al frente de la farmacia. La quise siempre, y creo que incluso, por momentos, llegué a pensar que la amaba, pero fui terriblemente injusto con ella porque Aurora, nunca llego a ser Clara, porque nunca daba la talla. La desgracia la trajeron mis labios dormidos llamando a mi amor en la madrugada. Desde esa misma noche, en que la desesperación se apoderó de todos sus actos, me refugié en mi trabajo, en los estudios, y en los amigos, pero ella no tuvo en qué, ya que nunca se interesó por nada que no fuese hacerme daño. Su carácter la llevaba de la dulzura a la ira y del amor al odio y … a las sustancias, a las que tenía acceso cuando yo no estaba . A los cuarenta y cinco años, estéril de matriz y alma, y muy a mi pesar, tuvimos que ingresarla en “una clínica de esas para templar los nervios". Después del tratamiento viajamos a Francia, a Portugal, y a Inglaterra, pero por más que lo intentásemos era imposible alcanzar la mínima felicidad. La culpa que sentía por no amarla me hacía soportar todos y cada uno de sus desvaríos y la rabia que ella sentía hacia mí la vivía como una condena justa, irremediable y eterna.

Soy católico, señorita, mis creencias me impiden la separación y esas cosas que ustedes hacen ahora con entera naturalidad, que no digo yo que sin sufrimiento, pero yo no pude, ni puedo, y no porque no sufriese lo indecible, si no porque creo en dios y en todos los mandamientos de la santa madre iglesia. Moriré casado con ella, cumpliendo con dios y con la iglesia, pero sintiéndome un mal cristiano por haberla engañado durante tantos años…pero es que ...si no lo hacía mi vida no hubiese sido vida.

Le ofrecí agua, y el hombre la cogió con sus delgadas y pecosas manos de anciano tembloroso.
- Mire usted, en el setenta y cinco, el mismo día que murió Franco, yo firmaba la compra de una casa en el centro de Santiago. De lo que hacía con nuestro capital no daba cuenta a nadie, sólo me dejaba asesorar por el habilitado que había gestionado los bienes de mi familia desde que había muerto mi padre, pero a este señor no le tenía ningún aprecio, por las discusiones de rácano que había vivido mi madre. Así que de la compra no se enteró nadie. A la semana siguiente me entregaron las llaves y entré en ella pensando en arreglarla un poco y en arrendarla a estudiantes. Una manera de sacar renta a mis cuartos sin usureros por medio. Un bajo, y dos pisos de noventa metros, de altos techo y grandes ventanales, con galería y vistas a la catedral.
Esa primera tarde me senté en un butacón de terciopelo granate que habían dejado allí los anteriores inquilinos, y mirando sin ver como el cielo gris llovía sobre la piedra, sorprendentemente, me encontré llorando. No había vuelto a llorar desde que el dolor por Clara me había secado. No supe que hacer con mi llanto, con mi pena, con mi vida tan gris y tan vacía, pero me descubrí yendo a sentarme en aquel butacón día tras día. Así, de ese modo tan “natural”, dejando a mi cuerpo caminar hacia donde él quería, arreglé la casa entera y llené, a escondidas, mi vida.
Sin saber cómo ni por qué, quizás por ser el más recogido, o simplemente porque en él estaba el butacón, me quedé con el primer piso. Llquilé el bajo para taberna y el ático lo arrendé por habitaciones a multitud de estudiantes que pasaron por la Universidad de Santiago.
Todas las tardes de mi vida las pasó allí, a solas, con mis discos, con mis libros, o en silencio total escuchando las conversaciones que salen de la taberna o de los muchachos del ático.
Durante años, mientras vivimos en el pueblo, cogía el autobús de las tres y regresaba en el de las ocho y media. Luego me compré un coche sólo para poder escaparme cuando me viniese en gana. Dejé los estudios, las partidas, los amigos y me entregué a mi vida privada. Música, libros, sonidos, soledad y como única compañía una jaula llena de jilgueros.
Llego allí cada tarde, después de las cuatro, dependiendo del tráfico, me pongo la bata, las zapatillas y pongo mi música, poco más hago allí, nada que no pueda saberse, pero allí guardo todo lo que de verdad soy, señorita.

Mi cabeza iba más rápida que su relato imaginando historias afectivas paralelas a su vida pública, cuando le escuché decir:
- Jamás estuve con ninguna otra mujer, porque soy católico,y casado , y sobre todo, porque sigo amando a Clara.
Otro vaso de agua y al fin decidió pedirme lo que quería.
- Antonio es la única persona que me conoce en mis dos vidas, y él me ha sugerido que venga a pedirle que sea usted la que se encargue de vaciar mi piso cuando fallezca. Dice que con su discreción y naturaleza podré cumplir mi último deseo: que nadie revuelva, ni juzgue mi vida, y que mis cosas puedan servir para algo. Antonio dice que casi todo lo que yo poseo a usted le gustará.
- Eso no puedo hacerlo, don Manuel, cómo voy a ir a su casa a hurtadillas de su señora a llevarme cosas de allí…
- ¿Por qué no, si yo lo dejo escrito?, ¿Te importa que te tutee?,
- Por supuesto que no, como usted se sienta más cómodo.
- Te dejo todo lo de mi casa para ti, para que hagas con ello lo que consideres oportuno, también te dejaré dinero para que no te produzca ningún gasto innecesario. Cuando se enteren de que existe la casa ya te habrá dado tiempo a saca todas mis cosas y a que mi mujer no se enteré que la engañé.

Lo acompañé hasta la salida del edificio, y lo vi alejarse en el taxi con mis besos puestos todavía sobre su frente, me dijo adiós con la mano y ya no lo volví a ver vivo nunca más. Quise hacerlo, pero no llegué a tiempo, su tiempo y el mío transcurrían a distinto ritmo…

Antonio me llamó por teléfono, era miércoles y la mañana siguiente tenía una reunión en Santiago, así que pensé que su amigo además de elegante era oportuno. A las doce del mediodía había terminado de reunirme sin apenas haberme enterado de nada. Llovía horizontal y desagradable, pero bajo soportales fui caminando hasta la misteriosa casa de Manuel.
La taberna que está en el bajo es uno de esos maravillosos restaurantes de Santiago con una ventana escaparate en la que mariscos, empanadas y botellas de vino invitan al apetito. Abrí el viejo portal y entré en la casa, que imaginaba decadente y antigua, y aunque ya en el descansillo me resultaron muy chocantes las dos fuentecillas que regaban los juncos, fue cuando subí las escaleras y abrí la puerta cuando casi me caigo para atrás: Japón se había instalado en aquel piso. Paredes de papel de arroz, fuentecillas, piedras, plantas y muebles de una simpleza y belleza exquisitas. Las luces, tan difuminadas por el papel de arroz en lámparas y paredes bañaban de una tranquilidad casi perfecta toda la casa. El único elemento occidental y casi hiriente, de toda la vivienda era el viejo butacón granate dispuesto para poder mirar la catedral. Cuando fui hacia él me di cuenta que había un sobre con mi nombre. Lo abrí y dentro encontré algunas instrucciones, entre otras que le diera al botón de play del increíble aparato de música. El dueto de las flores de Lakme inundó la estancia con su delicada despedida. Lloré, lloré con la misma fuerza que llovía sobre Santiago, sentada en el butacón donde el había vivido la vida elegida, no la otra. Comprendí que en aquel piso Manuel había logrado su paz.
Me había dejado escrita la historia de cada uno de los pocos objetos que allí tenía con la fecha en que lo había redactado, comprobé que sólo hacía una semana que había dejado de ir, y me sentí una estúpida por no haberle acompañado mientras lo hacía, no culpable, si no tonta del culo por perderme su compañía.
Los tarros, botes, botellas, las básculas y otros maravillosos objetos (que francamente estuve muy tentada a poseer en privado) los doné a la facultad. Sus libros y discos, que no eran muchos me los quedé, como las fotos de Clara y el perfume que él le hacía, que sobre su propia piel resultaba tan extraño.
Entre las cosas que yo me quedé están las fotos de Clara y su perfume, las plantas, las fuentecillas de piedra y las lámparas de arroz que inundan de la paz de Manuel mi casa, pero lo más hermoso que encontré en aquella casa fue la jaula de los jilgueros, con la puerta abierta y ellos dentro negándose a abandonarla.

Más tarde viendo esa maravillosa serie que es a dos metros bajo tierra, soñé encontrar el piso oculto de mi padre antes de qué se muera…